Relato mítico de un nacimiento

El teléfono sonó a las 6’30h de la mañana. Hacía días que estaba alerta esperando esa llamada.
Era Ella, La Diosa Madre. Su útero creador se había puesto en marcha y el bebé que llevaba en su interior había decidido que era el momento de nacer.
El Vigía me recogió en casa a las 7’00h. Y prestos fuimos al encuentro con la Diosa, emocionados por su llamada, confiados en su Sabiduría, expectantes y muy muy abiertos. Llegamos para servirla.
La encontramos postrada en el suelo, vestida de blanco, bella. En un lugar claramente sagrado, iluminado tenuemente por velas y revestido de un silencio sólo roto por el grito que provoca la llegada de una nueva vida.
El Vigía subió a la torre desde donde podía divisar todo o casi todo, allí tomó las notas pertinentes de lo que vio y de lo que estaba por llegar.
Yo me quedé allí, con Ella, a su lado, postrada también y en silencio para no romper la magia de todo un Universo en danza conspirando para que un cuerpo se abra y una nueva vida aparezca a través de un útero sagrado. Agradecida por la visión de tan bello regalo, sintiéndome privilegiada.
La Diosa comenzó su danza, su baile… se liberó de su vestido blanco y sumergió su desnudo cuerpo lleno de vida bajo el agua caliente. La Diosa y el bebé, el bebé y la Diosa y entre ellos el vínculo, la intensidad, la comunicación, el saber que pronto se verían, se encontrarían, se venerarían.
El vapor de agua caliente nubló aquella estancia, prácticamente la perdí de vista, sin embargo escuchaba el arrullo del agua y su suave canto.
Pero la Diosa, a la que hasta ahora, no había puesto nombre, no sólo estaba dando a luz, no sólo estaba allí para parir a su hijo amado. Ella también estaba allí para nosotros, tenía un trabajo que hacer tanto con el Vigía como conmigo. Así, tras la salida del cálido torrente de agua que la acompañó durante un buen rato, a la salida, como digo, estaba transfigurada y en sus ojos pude ver quien era. Allí, con toda su fuerza se manifestó Kali.
A partir de este momento hubo un punto y a parte. El Vigía dejó de tomar notas y yo, yo… también tuve que pasar por mi proceso de transformación personal.
Quizás os preguntéis quien es Kali. Kali es una poderosísima diosa hindú y es temida porque arrasa con viejas ideas y conceptos, arrasa con lo viejo que no es útil, arrasa con la mentira inconsciente que llevamos dentro y su presencia te arrastra irremediablemente sacándote de tu conocida comodidad para sumergirte en un abismo emocional que no conocías y que dará lugar, sin duda, a algo nuevo. A Kali le temen los que no entienden los ciclos naturales de nacimiento, muerte y renacimiento. Es la personificación de la Madre Naturaleza en su expresión purificadora, tormentas naturales, erupción de volcanes y fuegos… todo lo que sea necesario para hacer la tierra, y en este caso nuestras creencias, más fértil para nuevos cultivos y vida.
Y bajo su mirada y su garganta inaplacables nos encontrábamos el Vigía y yo. Kali, como sabia madre, nos hizo traspasar los límites de lo conocido por nosotros mismos y nos empujó a un lugar desde donde poder divisar nuestro verdadero potencial.
El Vigía podría hablar de lo que a él le mostró Kali, ese abismo, estoy segura de que fue potente.
Pero y a mi, ¿a dónde me llevó Kali?
Ante la apariencia caótica y difícil que nos mostró tuve momentos de sentirme prisionera de mis expectativas, prisionera de mis miedos, prisionera de aquello que no entendía… pero allí estaba. Podría haber salido corriendo pero aquello no era una opción válida para mí. De repente vi la puerta, el umbral que tendría que atravesar y entendí que todo estaba diseñado hasta el último detalle. Entendí que no solo la serenidad y la calma era parte de la danza del universo y que aquello era un viaje que removía los mismísimos tejidos de la historia de mi vida. Así pues, abracé con fuerza mis emociones más profundas, lo aprendido, lo sentido, mi próximo parto, mis deseos, mis miedos, mis prejuicios, mis tantas y tantas cosas… y en ese abrazo a mi misma llegó el poder y la fuerza que no te da nadie sino que sale de dentro.
Y sólo entonces, cuando los allí presentes hubimos pasado cada uno su umbral personal, Kali, abierta en canal, como volcán, esgrimió sus últimos y poderosos rugidos de leona madre ferozmente protectora y cogidas fuertemente de las manos, la cabeza del bebé hacía su aparición en este mundo y tras ella su caliente y perfecto cuerpo que enseguida fue puesto sobre el pecho cálido y abundante de su madre, del que no se separó durante muuuchas horas.
Recibido con un amor que desborda cualquier situación y expectantes todos a que se iniciara un nuevo ciclo con su primera respiración.
El milagro de nuevo se había dado y en aquel sagrado lugar no sólo nació Hugo, también nació su madre y nació el Vigía y nací yo.
Deje a la diosa rodeada de sus mujeres más cercanas, todas habían llegado, con respeto absoluto a lo que allí se vivía, para acompañar el misterio y ayudar en lo cotidiano. Llantos emocionados por que el milagro de la Vida Nueva no es para menos.
Recuerdo muy gratamente la sensación que tuve al salir a la calle tras unas nueve horas de trabajo alquímico. Quizás fuera frío aquel 5 de diciembre pero a mi la brisa fresca en el rostro me acarició dándome la bienvenida y en aquel paseo solitario, donde todo estaba quieto, parado y en silencio, que me llevó al reencuentro con los míos en casa, sentí un eterno agradecimiento por ser mujer.
Gracias a la mujer que encarnó a la Diosa y así lo hizo posible.
Gracias Vanessa.

1 comentario:

Jasmin Bunzendahl dijo...

Qué maravilla. Cuánta pasión hay en este relato

Tienes un premio en mi blog

Besos